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Cuentos Ingenuos — 131

— Porque no basta eso— añadió otro—; una temeridad excepcional no significa que la esgrima no pueda servir en una causa justa.

— Y, en efecto — añadí yo —, cuando le conocí, todavía le vi manejar prodigiosamente la espada.

— Sí — contestó mi amigo —, pero evitando a los profesionales. Aun así, señores, después tuve que cerrarme a la banda para rehuir otros encuentros con Tomegueux, en París, y con San Malato, en Florencia; y hasta pude convencerme al fin, por mi propio, de que el conocimiento de las armas, que no es indispensable nunca y que sirve rara vez para cosas razonables, se pone fácil y malamente al servicio de la vanidad y de las pasiones. La que es hoy mi mujer era mi novia en 1895. Estábamos en Nápóles; el conde de Torino quería a mi novia, que me adoraba, y el padre de ésta, un romano que conservaba la tradición del orgullo, prefería al conde por su nobleza. Mi pobre Celsa se rebeló al afán de su padre, poniéndome por causa; y cuando el conde me desafió un día, sentí una alegría infinita, satánica. Tenía la seguridad de matar a mi rival, y me complacía en el derecho que él mismo me daba para matarle.

Se interrumpió Demarsay un segundo, con tristeza, antes de proseguir:

— Pude cumplir con una pequeña estocada,