con respecto a su honra. Ninguna tolera con paciencia que otra mujer delante de ella aparezca más honrada.
— Pero yo, que no soy duelista, que no lo era — replicó Demarsay con su acento ligero y fino de parisiense—, sino un pobre enfermo que se curaba y se divertía jugando al florete igual que podía divertirse jugando a la pelota, me asombré de la exigencia de aquel señor, a quien juzgué un solemne majadero...
Miré a Pablo y le vi inmutarse. Iba a contestar, tal vez en defensa de su falaz proposición, pero se contuvo.
— Y con plena franqueza tuve el gusto de participárselo a los padrinos — continuó el diplomático —. Aseguro a usted que eché de menos la ley de Schopenhauer contra el duelo: "Todo mantenedor y portador de un cartel de desafío, recibirán veinte palos en público, a usanza china."
Pablo no pudo contenerse.
— Castigo que no sufriría ningún hombre de honor sin pegarse un tiro.
— A lo cual contesta el filósofo, que lo prevé: "Es mejor que un loco se mate a sí mismo que no que mate a otras personas."
Produjeron una carcajada, que puso en evidencia a Pablo, las palabras del francés, quien siguió:
— Loco era aquél, y de remate. Me buscaba