hierática rigidez de su soberbia, como el ascua que en su propia ceniza se va apagando.
Hubo necesidad de explicarle este simbolismo al banquero, que se acercaba nuevamente, después de entretener su impaciencia con estatuas y desnudos. Y como su mujer, con cierta coquetería intelectual delante del artista, le señalaba los grandes aciertos de color y de dibujo, aquellas líneas onduladas de visión de ensueño, y aquellos tonos suaves que velaban la figura con neblinas de lo fantástico, harto La Riva de escuchar, exclamó:
— ¡Hermoso! ¡Magnífico!
Añadió con franqueza mientras limpiaba los lentes:
— De todos modos... ¡yo no entiendo!, pero si es ángel, ¿por qué no ponerle alas?
Jacinta, avergonzada, con una dulce súplica de piedad para el marqués, miraba al pintor sonriendo. Éste, a pesar suyo, tenía en los labios una contracción desdeñosa y compasiva, a cuyo estremecimiento le faltó poco para romper en esta palabra: "¡Imbécil!" Pero le volvió la espalda, cambiando con la gentil marquesa una mirada que se clavó en el orgullo de La Riva como un florete.
En aquel hombre veía el artista la vulgaridad de que creía él haber salido con vuelo de genio, al pintar un demonio sin rabo, sin cuernos, sin alas de grulla siquiera...