Página:Cuentos ingenuos.djvu/12

Esta página ha sido corregida
10 — Felipe Trigo

de luz que algún café lanzaba por sus ventanas, y bien pronto, perdidos fuera del centro, en solitarias calles donde nuestros pasos resonaban, la ofrecía mi brazo, que aceptaba por miedo, por ir más cerca de mí en la semiobscuridad y el desierto de la media noche.

Iba tranquila, confiada en mí; yo, delicadamente afanoso de llevarla a su gusto, calculando el paso para no fatigarla, sujetándolo al suyo, lo mismo que debe ir el recluta el día de su primera marcha en filas.

— ¡Perdona! — volvía a replicarla siempre que una vacilación me hacía rozar siquiera el vuelo de su falda. Y embriagado de su perfume, del suavísimo violeta de su tocador, que parecía exhalarse de ella más penetrante con el fresco de la noche, como el perfume de las azucenas, el silencio a su lado me enojaba; y por hablar cualquier cosa con aquella colegiala divina que no sabia nunca qué decir, la entretenía haciéndola notar lo caprichosamente que se iban nuestras sombras alargando cada vez que dejábamos atrás una farola.


•••••••••••••••••••••••••••••••••••••••


La despedí un día en la estación, con su familia. Se iba lejos. Yo no sentí su marcha. Pero si en cualquier momento de los años que pasaron me hubiese puesto a escribirle, hubiérale escrito cortésmente, como a una respetada y queridísima amiga.