que su estado normal era el de una borrachera continua. El concejo se reunía a discutir sobre si El Pelao debía o no continuar en su cargo de ministro (alguacil, en la técnica de Villaporrilla), o si debía ya sustituirlo el actual regidor síndico, que llevaba tres meses sin cobrar un céntimo; y además, se reunía para tirarse los jarros y las sillas a la cabeza; lo cual hacía a todos los concejales preferir la taberna a la sala de sesiones, porque en ésta se tiraban los bancos y costábanle dinero al concejo.
— ¿Y cómo no arregla esto el señor cura de la aldea? — pregunté, antes de conocerlo, imaginándome al pobre señor escandalizado con tal estado de cosas.
— ¡Bueno está el cura! — me dijeron —; pero en fin, tras eso andamos, tras de echarle. El capitanea el bando del Furraco, y el año pasado nos llevó a la Audiencia en una causa a que le llaman la "causa madre", porque ha dado lugar a otras once, hasta la fecha.
No rae parecieron mejor los mozos que las mozas. En la casita donde me hospedé, única que tenía cristales en el pueblo, los rompían todas las noches las pedradas zagalescas.
Estos mozos rondaban hasta media noche en cuadrillas, con sendas porras al hombro. La semana que no había un par de descalabros y el subsiguiente empapelamiento en el