de las cosas de gusto, con aquellos arroyuelos lamiendo sus viviendas, con aquellos álamos prestándolas sombra, con aquel imprescindible pozo de limpio brocal, en que las muchachas del pueblo, limpias como armiños y lindas como perlas, mostrando bajo la "corta y honesta falda" su media como la nieve y su zapatito negro, escuchaban idílicas declaraciones del garrido y apuesto zagal que entre fogoso y ruborizado las miraba de soslayo, mientras en el viejo pilastrón de cantería verdinegra con candilillos y hierbas en las junturas, bebía su recua de borricos — alguno quizá dando también al viento su amorosa queja en un rebuzno poderoso...
Así las conocía yo... ¡Cuál me engañabais, oh caros novelistas y poetas!
Villaporrilla, enclavada con sus cincuenta casas en la abrupta falda de Sierra del Gato, con alcalde coloradote y brutote y de buen corazón (a lo menos así lo había yo juzgado las veces que con su sombrero en la corona y sus calzas de paño me visitó en la capital), es seguramente una aldea en las mejores condiciones para serlo; quiero decir que, a causa de estar alejada de todo centro de población, y de no ser Villaporrilla "camino para ninguna parte", no cabe sospecharla corrompida en su primitivo aspecto. Villaporrilla, aunque en el corazón mismo de España, está alejada de