ya a dos pasos. Dos horas. Hermosura por pasión; luego, adiós para siempre, o hasta la vista.
En este momento, Alfredo se detuvo. Su amigo Alvarez saludaba afablemente a la dama. Debían conocerse mucho, según las risueñas frases cruzadas entre apretones de manos. Tan pronto como lo dejó, Alfredo le salió al encuentro.
— Baja conmigo.
— No, sube tú; tengo prisa.
— Un momento.
— Pero, hombre...
Le arrastraba del brazo.
— ¿Conoces a aquélla?
— ¡Claro!
— ¿Dónde vive?
— Allí. (Alvarez señaló un principal.)
— ¿Quién es?
— Luisa.
— ¿Qué Luisa? ¿Luisa de qué? ¿La mujer de quién?
— La mujer de nadie. Es decir, de todo el mundo. Tu mujer si quieres: veinte duros.
Alvarez, aprovechando su brazo en libertad, salió disparado. Un segundo después, Alfredo entraba en Fornos; pero solo.
Y se sentó, pidiendo un humilde café con leche.
— Caramba — pensaba mientras era