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98 — Felipe Trigo

Sabría su casa. París bien valía una misa.

¿Casada?... Un mes, dos. Una labor de aproximaciones insensibles. ¿El plan?... Resultaría después; por lo pronto, bastaba la voluntad. Querer es hacer querer, tratándose de todo.

Alfredo, procurando no perder la linda cabeza rubia de sombrero verde, que seguía con la vista por encima de las gentes, a lo lejos, para no ser advertido, iba ya pensando en el portero que le facilitaría detalles. El imaginaba también sus paseos a lo cadete, sus butacas frente al palco, su insistencia ante el enojo; luego la mirada, la primera mirada, es decir, el triunfo. Desde que una mujer devuelve la primera mirada de amor, está vencida. Lo demás es accidental, de oportunidad y de tiempo.

La hermosa rubia dobló por la calle del Caballero de Gracia. Alfredo, que iba a cincuenta pasos, se apresuró hasta la esquina: allí se paró contrariado. Ella, muy cerca, en la luz viva de un escaparate de modas, resplandecía de belleza y de elegancia. Antes de seguir le vió: había mirado hacia atrás. Una mirada particular, subrayada de sonrisa. Y aceleró la marcha.

¿Fué aquella sonrisa leve la placentera emoción de toda mujer cuando observa que interesa, puramente de vanidad y que nada