— En un palco. En el tercero. No te quita los gemelos.
Volvía los ojos fugazmente al sitio indicado, y sonreía, sin volver a acordarse en toda la noche del tenaz admirador.
De los tenaces admiradores. Fueron muchos. No consiguieron una mirada de gratitud, de esas con que hasta las menos coquetas dan las gracias. Únicamente yo, con la solicitud de esclavo que corta flores para su dueña, en arrojar una por una aquellas admiraciones a sus pies me complacía. Era un deleite intenso, pero inconsciente y vago como el placer de un ensueño, como la alegría de una primavera.
Ella me pagaba siempre con su sonrisa leve. Yo le compraba bombones. Y nada más.
¿Bonita?
Sí. Creo que sí. Que era excepcionalmenle bonita; pero yo no hubiera podido definir su belleza ni entonces ni ahora. La miraba muchas veces cuando estaba delante de mí. Luego nos separábamos y no me acordaba más de ella. Pero volvíamos a reunimos y volvía a mirarla. Un claror fosfóreo de sus ojos medio cerrados, semejante al de la cresta de la ola en los mares luminosos, una transparencia de su faz que me cegaba de dulzura, imposibilitaban mi análisis.
A la luz eléctrica del teatro, cayendo como