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Cuentos grises 81

cida a los ojos del que me había amado joven y bella? ¿No era preferible ocultarme como se ocultan los pájaros para morir? Mas al separarnos para siempre necesitaba saber si yo vivía aún en su recuerdo, si podía acariciar en mis últimos años la ilusión de ser amada, adorada como nadie lo ha sido nunca. Y realicé mi deseo, y escondida en la sombra lloré de felicidad al ver a Raúl absorto, paralizado ante la aparición que él creía ser la misma de otro tiempo ya distante.

Raúl murió pensando en mí, como yo moriré contemplando sus hermosos ojos al cerrar para siempre los míos. ¿Podrán igualar nunca los goces del amor sensual a los de este otro amor purísimo, abrasador e inextinguible? Ya ha oído usted mi confesión. En cuanto a la enlutada que vió usted en la estancia mortuoria, si no fué una alucinación muy natural en tales circunstancias, pudiera tener una explicación más sencilla, aunque para mí más dolorosa. ¡Era Raúl tan digno de ser amado!»


Hasta aquí la extraña epístola. Posteriormente, hallándome de paseo en Guatemala, quise conocer a Lelia. Ni en la capital ni en el puerto de San José pudieron darme noticia alguna de ella ni de su marido. Mas aún: las autoridades de Puerto Barrios me certificaron que el vapor Alexander en su último viaje NO HABÍA DESEMBARCADO NINGUN PASAJERO EN AQUELLA CIUDAD.