66 Carlos Gagini
cuando bajaba a pie por la calle de la Estación ví un gentío considerable enfrente de mi cuarto. Apresuré el paso y ya más cerca pude observar que los curiosos miraban hacia la casa del señor Meneses, cuya puerta guardaban dos agentes de policía.
En la esquina bajó de un coche el doctor Morán, uno de mis profesores, y llamándome con la mano me dijo: Hágame el favor de llevarme esta caja de instrumentos.
—¿Qué ocurre?—le pregunté.
—Una desgracia horrible. Sígame usted.
En su compañía subí la ancha escalera de mármol blanco, atravesamos una galería alfombrada y llegamos a una puerta custodiada por un sargento de policía. Dentro de la habitación se movían algunas personas, entre las cuales distinguí al Juez del Crimen y dos inspectores que conversaban en voz baja con Marcial. Pero no fueron ellos, ni el suntuoso dormitorio tapizado de raso azul, ni el dorado mueblaje lo que atrajo desde luego mi atención, no; fué algo que nunca se borrará de mi memoria y que repetidas veces he contemplado en toda su cruda realidad durante mis pesadillas.
Casi en el centro de la sala se alzaba un magnífico lecho, estilo Luis XV, y allí, boca abajo, ensangrentado y casi desnudo yacía un hermoso cuerpo de mujer, en cuya blanca espalda sobresalía la roja punta de una daga