64 Carlos Gagini
Apasionábale, sobre todo, Conan Doyle. Si aquí hubiera verdaderos criminales—me decía —yo sería el Sherlock Holmes de Costa Rica y tú mi doctor Watson.
Y a fe que Marcial no habría sido inferior a su modelo, pues poseía en igual grado inteligencia, tenacidad y energía. En dos o tres ocasiones en que la policía se había declarado impotente para coger los hilos del crimen, Marcial la había puesto sobre la pista por medio de artículos que publicaba con el seudónimo de Lupin.
Nunca le conocí novia; era, sin embargo, ferviente admirador de la belleza, y aun sospecho que en sus cotidianas visitas a mi habitación tenía no pequeña parte mi hermosa vecina.
Casi enfrente de mi cuarto, en la esquina, se levantaba un edificio de dos pisos cuya ornamental fachada de granito y mármol pregonaba la riqueza de sus dueños. Eran éstos don Horacio Meneses, joven banquero, y su esposa Amelia, bellísima dama que a lo sumo contaría veinticinco años. Físicamente no podía darse mayor contraste entre ambos: mientras ella parecía de puro tipo sajón por sus dorados cabellos y sus ojos azules que resplandecían en una tez de nieve, él era de color moreno subido, cabellos y ojos negros y facciones que revelaban un temperamento sensual e impulsivo. Mayor, si cabe, era el contraste en lo moral, al decir de la gente entrometida: vivían separa-