Cuentos grises 57
Cumplida su contrata, volvió Chano a Puntarenas, en donde le esperaba un nuevo y doloroso golpe: su hija había muerto en la mayor miseria y el niño había sido encerrado en el hospicio de huérfanos.
Desde entonces la vida de Chano tuvo por objetivo una sola aspiración: la venganza. Un día en que rumiaba la amargura de sus recuerdos, atizando el odio con la representación de su hogar perdido, se le ocurrió de improviso un plan terrible. No en balde se pasan cinco años entre los tártaros, refinados artistas del suplicio, para quienes la muerte no es un castigo sino una gracia concedida a la víctima, puesto que pone fin a sus atroces torturas.
Recogió Chano a su netezuelo, hermoso e inteligente chiquillo, rubio como las espigas maduras; se trasladó con él a San José, y con sus economías, que ascendían a una respetable suma, compró una tienda frente al Parque Central, a pocos pasos de la suntuosa mansión que el señor L... habitaba desde que enviudó, sin más compañía que la de su hijo Jorge, simpático chicuelo de ocho años, que era el encanto de su padre.
Y sucedió lo que el marinero había previsto: los dos niños jugaban todas las mañanas en el Parque y acabaron por ser íntimos amigos.