Cuentos grises 41
Algunos curiosos la vieron otro día entrar con el rico don Alonso en la oficina del notario y salir luego con el rostro radiante de gozo y apretando algo bajo el raído pañolón. ¡Eran los quinientos colones en que había vendido su casa y su huerta que valían más de mil. Ocho días de plazo le había dado el comprador para desocupar la casa. ¿A donde iría a refugiarse? ¿De qué viviría en adelante? ¿Qué importaban esas pequeñeces con tal de salvar el ídolo de su corazón?
Durante dos semanas la vieron por las calles del pueblo vendiendo potingues, pero ya no hortalizas, cada vez más flaca y tosiendo sin cesar. Su hijo ignoraba la venta de aquella heredad que ni siquiera conocía, e ignoraba también que su madre vivía en un cobertizo azotado por el viento y por la lluvia.
«¡Cuanto sufriría si lo supiera!» Pensaba la infeliz, cegada por su amor materno, sin comprender el profundo egoísmo de aquel hijo desnaturalizado.
Después... nadie la volvió a ver por las calles del pueblo. Devorada por la tisis, y postrada en el lecho, habría muerto abandonada si una vecina caritativa no le hubiese llevado de tarde en tarde algún socorro.