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36 Carlos Gagini

caridad; y fue sin duda por alejarla de la aldea por lo que don Alonso, el dueño de los terrenos colindantes, insistía en comprarle la exigua finca. ¿Venderla? Ni por pienso. ¿Cómo deshacerse de una propiedad que le proporcionaba la subsistencia y le permitía vivir sin mendigar favores de nadie?

Allí veía deslizarse los años, siempre atareada y silenciosa, cada día más flaca y huraña, gastada prematuramente por las penas del alma y los achaques del cuerpo.

Pero cuando rendida del ajetreo diurno se echaba sobre su pobre lecho, una sonrisa de inefable dicha entreabría sus marchitos labios y parecía iluminar como una aurora las paredes de la estancia. Y es que no hay nadie, por infeliz que sea, que no tenga un recuerdo o una ilusión que mitigue sus penas ... Y la Tía Monica tenía un hijo.

Quince años atrás, cuando vivía en la capital, se vió obligada a separarse de su brutal marido y a irse a Miramar, a aquella casita que le había legado una tía suya; pero su hijo único, su Jorge, fue reclamado por el padre y encerrado en un colegio, con orden expresa de evitar las visitas de la madre. Durante muchos años la pobre mujer se contentó con ir de cuando en cuando a la ciudad para contemplar a su hijo a través de la verja del patio de recreos, y con enviarle furtivamente dinero, dulces y cartas que nunca eran contestadas.