Federico estaba gravemente enfermo en San José. En su delirio llama sin cesar a Adela, la pide perdón, la ruega que no lo deje morir abandonado... ¿Qué se hicieron los propósitos de la ofendida esposa al recibir en Nueva Orleans la noticia de la inminencia del peligro? Se había jurado no volver a Costa Rica; pero él, su Federico, su único amor, estaba moribundo!... ¡Oh!... Ella lo olvidaba todo, lo perdonaba todo, ¡todo Dios mío! con tal de llegar a tiempo.
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En una de las largas noches pasadas a la cabecera del enfermo, Ernesto, adormilado en un sillón, percibía vagamente el ir y venir rápido de una esbelta figura de mujer, que ora se inclinaba ansiosa sobre el rostro del paciente, ora rondaba en torno del lecho o del velador cargado de medicinas, siempre incansable y solícita, siempre callada y triste. Y luchando con el cansancio que le cerraba los párpados, el fiel amigo pensaba con fruición en la obra ya medio realizada, en aquella enfermedad ya dominada por la ciencia, y también ¡ay! en aquella otra enfermedad, la herida del alma, mucho más difícil de sanar.
De pronto, cuando vencido por el sueño cerró los párpados, se figuró oír rumor de sollozos