partido para Nueva Orleans, bajo el pretexto—según los decires callejeros,—de reunirse con el único pariente que le quedaba en el mundo, una anciana, casada con un comerciante norteamericano; él, para salvar las apariencias se había marchado unos días después.
Todo San José comentaba el escándalo, no sin disculpar hasta cierto punto a la esposa que, herida en su dignidad, despechada, abandonada cruelmente, había puesto los ojos en el único hombre que solícito, delicado y cariñoso, la había colmado de atenciones y consuelos.
Recorriendo su cuarto como un tigre enjaulado, rumiaba Federico mil proyectos de venganza. ¡Matar a la adúltera y al amigo desleal!... ¿Y por qué? ¿No había sido él el autor de su propia deshonra al dar ocasión a Adela de comparar la bajeza de su marido con la nobleza del otro?...
Al amanecer su resolución era irrevocable: volvería a París y fijaría allí definitivamente su residencia. Ese mismo día podría reembarcarse, pues el Normandie estaba aún en el puerto.
Y llegó a París una melancólica tarde de Noviembre; y obedeciendo al inexorable destino que le arrancó de su patria para lanzarle en el torbellino de la ciudad perversa, fué a buscar en los brazos de Marta el olvido de sus dolores.
En el lujoso entresuelo que en la calle de La-