asuntos volvería a reunirse con ella. ¿Llevarla? no, era imposible, la travesía es larga y penosa y además, él no se atrevería a desafiar las preocupaciones de una sociedad mojigata. ¿Olvidarla? Nunca. ¿No había desatendido por ella sus propios intereses y permanecido en París más de lo conveniente?
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El transatlántico Normandie, que zarpó de Burdeos el 8 de Setiembre, llevaba a su bordo gran cantidad de pasajeros; pero ninguno de ellos dio tantas señales de tristeza al perder de vista las costas de Francia, como aquel joven costarricense que dejaba en el torbellino de París los jirones de su virtud y las ruinas de un hogar antes inmaculado y venturoso.
El vapor avanzaba rápidamente, cortando sin cabecear las rizadas ondas y las blancas rayas con que las corrientes interrumpen a trechos la tersa llanura. Dentro del círculo perfecto del horizonte no se divisaba ni una vela ni la sombra de una costa. El océano presentaba ese color gris mate que le comunica el cielo encapotado.
Diseminados por la cubierta, los pasajeros dormitaban en sus sillas de lona. El capitán inmóvil en el combés miraba fijamente, al oeste, con el anteojo apoyado en uno de los obenques. En la proa, de codos en la borda, un viajero recorría con ojos meditabundos la lejana curva.