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Cuentos grises

 Esta duda contribuyó no poco a prolongar su estada en París.

Repentinamente las cartas de Adela fueron menos frecuentes y más cortas: la última, la más breve, glacial e incisiva como una espada, contenía frases enigmáticas que sumieron al esposo infiel en un mar de confusiones. Una de Ernesto recibida por el mismo correo, dio la clave del enigma. Adela lo sabía todo.

De vuelta de una jira por el Viejo Mundo, unos caballeros josefinos refirieron que habían visto repetidas veces a Federico acompañado de una linda parisiense a quien hacía pasar por su esposa, y que indignados por tal escándalo se habían abstenido de visitarle. Sin duda una amiga indiscreta y oficiosa se había apresurado a llevar la noticia a Adela, con esa malévola presteza que pone la humanidad en sus acciones siempre que se trata de amargar la felicidad del prójimo.

¡La carta de Ernesto! ¡Cuántas veces la leyó aquella noche el pobre Federico, repitiendo con lágrimas en los ojos las severas reconvenciones que le azotaban el rostro! ¿Permanecería sordo al vigoroso llamamiento de la amistad? ¿Tan degradado estaba que no podía quebrantar las vergonzosas cadenas con que le había uncido a su carro una mercenaria del amor?

Otra vez, tras largas horas de insomnio y de lucha, le sorprendió la aurora, armado de la firme resolución de marcharse; y otra vez las lágri-