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Carlos Gagini


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Pasó el invierno y el lozano Abril cubrió de yemas las escuetas ramas y de pajarillos el bosque. La luz entumecida comenzó a desperezarse en los cielos, llenando de sonrisas los campos y los corazones. Por las arterias de la gran ciudad discurría más apretado y bullicioso el gentío, ansioso de respirar el aire vivificante de la primavera. Y aturdido, embriagado, prisionero en las sedosas redes de la cortesana, Federico fué dejando en los tortuosos senderos del vicio elegante los últimos jirones de su virtud. Ya no pensaba en regresar a su patria: y escribía muy de tarde en tarde cartas frías y lacónicas. ¡Cosa extraña! Los párrafos le salían demasiado cortos y su pluma se resistía a las ternezas: no encontraba qué decir, y las frases cariñosas sonaban en sus oídos como los versos huecos de un drama romántico, recitados por un actor desmañado. ¡Qué diferentes las cartas de Adela! Largos pliegos nutridos de amor, de fervientes votos, de dulces recuerdos, de apasionadas súplicas. Luisito seguía muy delicado de salud y los médicos consideraban mortal una recaída. Ernesto se había mostrado tan servicial y solícito durante la enfermedad del niño, que jamás podría agradacérselo bastante. Una sospecha cruzó por la mente de Federico. ¿No sería aquella enfermedad una piadosa invención de su mujer para obligarle a regresar más pronto?