CUENTOS DE GRIMAque blanquease y se secara á la luz de la luna. ¡Pero qué cambiada estaba la niña! Nunca se ha visto nada semejante. En cuanto desató su trenza gris, sus cabellos dorados brillaban como rayos de sol, y se estendieron como un manto sobre todo su cuerpo. Sus ojos lucian como las estrellas del cielo, y sus mejillas tenian el suave color rosado de la flor del manzano.
Pero la jóven estaba triste. Se sentú y lloró amargamente. Las lágrimas cayeron unas tras otras de sus ojos y rodaron hasta el suelo entre sus largos cabellos. Hubiera permanecido allí largo tiempo, si el ruido de algunas ramas que crugian en un árbol próximo no hubiera llegado á sus oidos. Saltó como un corzo que ha oido el disparo del cazador. La luna se hallaba vefada en aquel instante por una nube sombría; la niña se cubrió en un momento con la vieja piel y desapareció como una luz apagada por el viento.
Corrió hacia la casa temblando como la hoja del álamo.
La vieja estaba á la puerta de pie; la jóven quiso referirla lo que la habia sucedido, pero la vieja sonrió con cierta gracia y la dijo:
—Todo lo sé.
La condujo al cuarto y encendió algunas astillas. Pero no se sentó junto á su hija; cogió una escoba y comenzó á barrer y á sacudir el polvo.
—Todo debe estar limpio y arreglado aquí, dijo á la jóven.
—Pero madre mia, repuso esta, es muy tarde para comenzar este trabajo. ¿A qué viene esо? .
—¿Sabes la hora qué es? la preguntó la vieja.
—Aun no son las doce, repuso la jóven, pero ya han dado las once.
Mya —No recuerdas, continuó la vieja, que hace tres años