Vamos, hombrecillo, haz lo que yo.
—Bien tirado, dijo el sastre, pero la piedra—ha caido. Yo voy á tirar otra que no caerá.
Y sacando el pájaro que estaba en su bolsillo le echó á volar.
El pájaro contento al verse libre partió mas rápido que una flecha y no volvió mas.
—¿Qué dices ahora, camarada? añadió.
—Está muy bien hecho, respondió el jigante, más quiero ver si cargas tanto como lejos tiras.
Y condujo al sastrecillo delante de una enorme eucina que estaba caida en el suelo.
—Si verdaderamente tienes fuerzas, le dijo, es preciso que me ayudes á levantar este árbol.
—Con mucho gusto, contestó el hombrecillo, carga el tronco en tus espaldas, yo cargaré con las ramas y la copa que es lo mas pesado.
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El jigante se echó el tronco á espaldas, pero el sastrecillo se sentó en una rama de manera que el jigante que no podia mirar hacia atrás llevaba todo el árbol y además al sastre que se habia instalado pacíficamente y cantaba con la mayor alegría:
Iban juntos tres sastres á caballo una tarde.
Como si hubiera sido para él un juego de niños el llevar un árbol. El jigante anonadado bajo el peso y no pudiendo resistirle dados algunos pasos, gritó:
—Mira, voy á tirarle al suelo.
El hombrecillo saltó muy listo en tierra y cogiendo el árbol entre sus brazos como si hubiera llevado lo que le correspondia, dijo al jigante: