venian en calibarones y los condes los duques iban dad de simples criados, y le abrian las puertas, que eran de oro macizo. En cuanto entró, vió á su mujer sentada en un trono de oro de una sola pieza y de mas de mil pies de alto, llevaba una enorme corona de oro de cinco codos, guarnecida de brillantes yocarbunclos; en una mano tenia el cetro y en la otra el globo imperial; á un lado estaban sus guardias en dos filas, mas pequeños unos que otros; además habia gigantes enormes de cien pies de altos y pequeños enanos que no eran mayores que el dedo pulgar.
Delante de ella habia de pie una multitud de príncipes y de duques: el marido avanzó por en medio de ellos, y la dijo:
— Mujer, ya eres emperatriz.
—Sí, le contestó, ya soy emperatriz.
Entonces se puso delante de ella y comenzó á mirarla y le parecia que veía al sol. En cuanto la hubo contemplado asi un momento:
—¡Ah, mujer, la dijo, qué buena cosa es ser emperatriz !
Pero permanecia tiesa, muy tiesa y no decia palabra.
Al fin esclamó el marido:
—¡Mujer, ya estarás contenta, ya eres emperatriz! ¿Qué más puedes desear?
—Veamos, contestó la mujer.
Fueron en seguida á acostarse; pero ella no estaba contenta, la ambicion la impedia dormir y pensaba siempre en ser todavía más.
El marido durmió profundamente, habia andado todo el dia, pero la mujer no pudo descansar un momento; se volvia de un lado á otro durante toda la noche, pensando siempre en ser todavía más, y no encontrando nada por