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Cuentos de Grimm.

—¡Ah, mujer! ¡qué bueno es que seas reina! Ahora no tendrás ya nada que desear.

—De ningun modo, marido mio, le contestó muy agitada; hace mucho tiempo que soy reina, quiero ser mucho mas. Vé á buscar al barbo y dile que ya soy reina, pero que necesito ser emperatriz.

—¡Ah, mujer! replicó el marido; yo sé que no puede hacerte emperatriz y no me atrevo á decirle eso.

¡Yo soy reina, dijo la mujer, y tu eres mi marido!

Vé, si ha podido hacernos reyes, tambien podrá hacernos emperadores. Vé, te digo.

106 Tuvo que marchar; pero al alejarse se hallaba turbado y se decia á sí mismo: No me parece bien. ¿Emperador? Es pedir demasiado y el barbo se cansaráhervia á Pensando esto vió que el agua estaba negra y borbotones, la espuma subia la superficie y el viento la levantaba soplando con violencia, se estremeció, pero se acercó y dijo:

Tararira ondino, tararira ondino, hermoso pescado, pequeño vecino, mi pobre Isabel grita y se enfurece; es preciso darle lo que se merece.

—¿Y qué quiere? dijo el barbo.

—¡Ah, barbo! le contestó; mi mujer quiere llegar á ser emperatriz.

—Vuelve, dijo el barbo; lo es desde este instante.

Volvió el marido, y cuando estuvo de regreso, todo el palacio era de mármol pulimentado, enriquecido con estátuas de alabastro y adornado con oro. Delante de la puerta había muchas legiones de soldados, que tocaban trompetas, timbales y tambores; en el interior del palacio los