pero se resignaron, prometiendo al coaticito venir todas las noches a visitarlo.
Efectivamente, todas las noches, lloviera o no, su madre y sus hermanos iban a pasar un rato con él. El coaticito les daba pan por entre el tejido de alambre, y los coatís salvajes se sentaban a comer frente a la jaula.
Al cabo de quince días el coaticito andaba suelto, y él mismo se iba de noche a su jaula. Salvo algunos tirones de orejas que se llevaba por andar muy cerca del gallinero, todo marchaba muy bien. El y las criaturas se querían mucho, y los mismos coatís salvajes, al ver lo buenos que eran aquellos cachorritos de hombre, habían concluído por tomar cariño a las dos criaturas.
Hasta que una noche muy oscura, en que hacía mucho calor y tronaba, los coatís salvajes llamaron al coaticito y nadie les respondió. Se acercaron muy inquietos y vieron entonces, en el momento en que casi la pisaban, una enorme víbora que estaba enroscada a la entrada de la jaula. Los coatís comprendieron en seguida que el coaticito