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HORACIO QUIROGA

—Ah, la gamita?— respondió el oso hormiguero. —Es una buena persona. Si es por ella, sí le doy lo que quiere. Pero no necesita nada escrito... Muéstrele esto, y la atenderá.

Y con el extremo de la cola, el oso hormiguero le extendió a la gama una cabeza seca de víbora, completamente seca, que tenía aún los colmillos venenosos.

—Muéstrele esto— dijo aún el comedor de hormigas. —No se precisa más.

—Gracias, oso hormiguero!— respondió contenta la gama. —Usted también es una buena persona.

Y salió corriendo, porque era muy tarde y pronto iba a amanecer.

Al pasar por su cubil recogió a su hija, que se quejaba siempre, y juntas llegaron por fin al pueblo, donde tuvieron que caminar muy despacito y arrimadas a las paredes, para que los perros no las sintieran.

Ya estaban ante la puerta del cazador.

—Tan! tan! ta!— golpearon.

—¿Qué hay?— respondió una voz de hombre, desde adentro.