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HORACIO QUIROGA

ron con el hijo de mi hermano. ¿Quién sabe hacer reventar el torpedo? Ninguno sabía, y todos se callaron.

—Está bien — dijo el Surubí con orgulo — yo lo haré reventar. Yo sé hacer eso.

Organizaron entonces el viaje. Los yacarés se ataron todos unos con otros; de la cola del uno al cuello del otro; de la cola de éste, al cuello de aquél, formando así una larga cadena de yacarés que tenía más de una cuadra. El inmenso Surubí empujó al torpedo hacia la corriente, y se colocó bajo él, sosteiéndolo sobre el lomo para que flotara. Y como las hanas con que estaban atados los yacarés uno detrás del otro se habían concluído, el Surubí se prendió con los dientes de la cola del último yacaré, y así emprendieron la marcha. El surubí sostenía al torpedo, y los yacarés tiraban, corriendo por la costa. Subían, bajaban, saltaban por sobre las piedras, corriendo siempre y arrastrando al torpedo, que levantaba olas como un buque por la velocidad de la corrida. Pero a la mañana siguiente, bien temprano, llegaban al lu-