aquel loro pelado que él creía haber muerto, y que tenía otra vez lindísimas plumas, juró que esa vez no se le escaparía, y de sus ojos brotaron dos rayos de ira cuando respondió con su voz ronca:
—¡Acer-cá-te más! ¡Soy sor-do!
El loro voló a otra rama más próxima, siempre charlando:
—¡Rico, pan con leche!... ESTA AL PIE DE ESTE ARBOL!...
Al oir estas últimas palabras, el tigre lanzó un rugido y se levantó de un salto.
—¿Con quién estás hablando? — bramó.
¿A quién le has dicho que estoy al pie de este árbol?
—¡A nadie, a nadie! — gritó el loro. — Buen día, Pedrito!... ¡La pata, lorito!
Y seguía charlando y saltando de rama en rama, y acercándose. Pero él había dicho: Está al pie del árbol para avisarle al hombre, que se iba arrimando bien agachado y con la escopeta al hombro.
Y llegó un momento en que el loro no pudo acercarse más, porque sino caía en la boca del tigre, y entonces gritó: