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HORACIO QUIROGA

drugada descendía de nuevo, muy ligero, e iba a mirarse en el espejo de la cocinera, siempre muy triste porque las plumas tardaban nucho en crecer.

Hasta que por fin un día, o una tarde, la familia, sentada a la mesa a la hora del té, vió entrar a Pedrito muy tranquilo, balanceándose, como si nada hubiera pasado. Todos se querían morir de gusto cuando lo vieron, bien vivo y con lindísimas plumas.

—Pedrito, lorito! — le decían — ¡Qué te pasó, Pedrito! ¡Qué plumas brillantes que tiene el lorito! Pero no sabían que eran plumas nuevas, y Pedrito, muy serio, no decía tampoco una palabra. No haeía sino comer pan mojado en té con leche. Pero lo que es hablar, ni las sola palabra.

Por esto, el dueño de casa se sorprendió mucho cuando a la mañana siguiente el loro fué volando a pararse en su hombro, charlando como un loco. En dos minutos le contó lo que le había pasado: su paseo al Paraguay, su encuentro con el tigre, y lo demás; y concluía cada cuento, cantando: