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HORACIO QUIROGA

cas. —¡Usted es nuestro amigo, y no van a pasar!

—¡Sí, pasarán, compañeritas— dijo el hombre. —Y añadió, hablando en voz baja:

—El único modo sería mandar alguien a casa a buscar el winchester con muchas balas... pero yo no tengo ningún amigo en el río, fuera de los pescados... y ninguno de ustedes sabe andar por la tierra...

—¿Qué hacemos entonces?— dijeron las rayas, ansiosas.

—A ver, a ver...— dijo entonces el hombre, pasándose la mano por la frente, como si recordara algo. —Yo tuve un amigo... un carpinchito que se crió en casa y que jugaba con mis hijos... un día volvió otra vez al monte y creo que vivía aquí, en el Yabebirí... pero no sé dónde estará...

Las rayas dieron entonces un grito de alegría:

—¡Ya sabemos! ¡Nosotros lo conocemos! ¡Tiene su guarida en la punta de la isla! ¡El nos habló una vez de usted! ¡Lo vamos a mandar buscar en seguida!

Y dicho y hecho: un dorado muy grande