tanto, que creyó morir de pena. Cierto dia que habia buscado la soledad del bosque para lamentarse de su desgracia, vió dirigirse hácia ella á un hombrecillo repugnante, bien que magníficamente engalanado. Era el jóven principe Roquete del Copete, que enamorado de sus gracias por los retratos que por todas partes circulaban, acababa de ausentarse de los estados de su padre para tener el gusto de verla y de hablarla. Trasportado de gozo al encontrarla así tan sola y señera, acercósele con finas muestras de respeto y de extremada cortesía. Despues de haberla dirigido las galanas frases que la civilidad requiere, como notase en su rostro hondas señales de melancolía, le dijo:
—No cabe, señora mia, en mi entendimiento, el concebir cómo dentro el pecho de una dama tan extremadamente hermosa pueda morar la tristeza de que da claros indicios ese divino rostro. Puedo vanagloriarme, á fe de caballero, de haber visto infinidad de hermosas damas, pero ninguna vi jamás, ninguna, os lo aseguro, que fuese digna de besar vuestras plantas.
—¿De véras? Basta que V. lo diga, caballero, contestó la princesa, y cerró el pico.
—La hermosura, prosiguió 'Roquete del Copete, es una prenda de tan alto valor y estima, que á todas las del mundo excede y oscurece, y siendo tan grande la que por dicha vuestra os adorna, no concibo qué es lo que en la tierra pueda daros justos motivos de afliccion.
—¡Mireu qué embajada! contestó la princesa. Pues yo más quisiera ser un espantajo como V. y tener talento, que no ser bonita como soy y tan pedazo de alcornoque.