—¿Quiere V. refrescar ó tomar un bocadito? añadió la madre.
—De mil amores, contestó la pobre vieja.
La viuda mandó á Blanca que fuese al instante á coger ciruelas de un ciruelo que la misma niña habia plantado. Blanca obedeció refunfuñando, y ofreció las ciruelas de muy mala gana.
—Y tú, Colorada, dijo la viuda, ¿nada tienes que ofrecerle á esa buena señora?
—Las uvas no están en sazon, contestó la muchacha; pero calla, que oigo cacarear mi gallina, y sin duda ha puesto un huevo.
Y sin decir mas palabra fué corriendo por el huevo; pero al tiempo de ofrecérselo á la vieja, vió en su lugar á una hermosa dama, que dijo á la madre:
—Soy el hada Dadivosa y quiero premiar á tus hijas segun sus merecimientos. La mayor será una gran reina, y la menor una labradora.
En seguida tocó con su varilla la casa, y quedó trasformada en una deliciosa granja.
—Hé aquí tu parte, dijo á Colorada. A cada una de vosotras concedo lo que ha de ser más de su agrado.
Así dijo, y desapareció.
La viuda y sus hijas entraron en la granja y quedaron encantadas de todo cuanto se les presentó á la vista. Las sillas eran de palo, pero limpias como una plata. Las camas blancas como la nieve. Encontraron en los establos veinte carneros y otras tantas ovejas, cuatro bueyes y cuatro vacas. El patio parecia el arca de Noé; allí de gallinas, de patos, de pichones, de todo cuanto Dios crió.