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á palacio para probarse una sortija, y que aquella en cuyo dedo encajare habia de ser la esposa del heredero de la corona.

Comparecieron primero las princesas, luego las duquesas, las marquesas, las condesas y las baronesas; pero por mucho que procuraron adelgazarse los dedos, ninguna pudo ponerse el anillo. Vinieron luego las modistas, guanteras y planchadoras, y las habia bonitas, pero con unos dedos muy gordazos. El príncipe, algo mejorado ya, verificaba la prueba por sí mismo. Siguió la procesion, y vinieron las doncellas de labor: ni por esas. Ninguna habia salido con bien de la prueba del anillo, cuando el príncipe mandó llamar á las cocineras, á las fregonas y á las pastoras. Por de contado acudieron todas en tropel; pero sus dedos abotagados, cortos y colorados, no podian entrar más que hasta la uña.

—¿Ha venido, dijo el príncipe, aquella Pellejo de asno que estos últimos dias me hizo la torta?

Todo el mundo se echó á reir, y le contestaron que no, porque era por demás mugrienta y asquerosa.

—Que venga al instante, exclamó el rey: no se ha de decir de mí que haya permitido excluir á nadie.

Con gran chacota y burla fuéron á buscar á la pavera.

La infanta, que habia oido los tambores y el pregon de los heraldos de armas, ya sospechaba que su anillo era la causa de toda aquella zambra. Amaba al príncipe, y como el verdadero amor es tímido y modesto, estaba la infeliz en una contínua zozobra, recelando que alguna