La reina, al conocer que el estambre se le iba acabando por momentos, dijo á su esposo, que tenia arrasados en lágrimas los ojos:
—Permíteme que ántes de morir exija de tí una promesa. Cuando desees casarte de nuevo.....
Al oir estas palabras prorumpió el rey en penetrantes gritos que llegaban al alma, cogió las manos de su esposa, y las inundó de lágrimas, y juraba y perjuraba que era del todo excusado é inútil hablarle á él de segundas nupcias.
—No, reina mia, no, dijo lloriqueando: háblame tan solo de seguirte á la tumba.
—El estado, replicó la reina con una tranquilidad que acrecentaba la pena del príncipe, el estado necesita sucesores. No habiéndote o dado más que una sola hija, la felicidad del estado, vuelvo á decirte, reclama que procures tener hijos, que sean dignos de su padre. Mas por el amor de que tantas pruebas me has dado, te suplico encarecidamente que no cedas á las instancias y ruegos de tus vasallos hasta que encuentres una princesa que me aventaje en hermosura y donaire. Júramelo, y moriré contenta.
Supónese que la reina, que no carecia de amor propio, habia exigido aquel juramento, persuadida de que no existia en toda la redondez del globo ninguna mujer que pudiera competir con ella, y de que con este recurso impediria al rey contraer segundo matrimonio.
Al fin y á la postre entregó el alma á Dios.
Desde que el mundo es mundo ningun marido hizo jamás tantos aspavientos, ni metió tanta bulla como la