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nero de vida, cuando el comerciante recibió una carta participándole el feliz arribo de un buque con mercancías suyas. Esta noticia volvió locas de contento á las dos hermanas, pues ya se veian libres de la dichosa campiña que les daba cien patadas.

Al despedirse su padre, le encargaron vestidos, pañuelos, perigallos y perifollos de toda especie.

—¿Y tú nada pides? dijo el padre á Linda.

—Ya que tienes la bondad de acordarte de mí, y ya que esta tierra no da rosas, tráeme una.

Lo que ménos le importaba era la rosa, pero quiso pedir algo para que con su buen ejemplo no pareciese que indirectamente condenaba la conducta de sus hermanas.

Partió ligero el bueno del padre; mas no bien hubo llegado al punto en que acababan de desembarcarse las mercancías, armáronle un pleito, y despues de los consiguientes sinsabores y quebraderos de cabeza, se volvió tan pobre y tan desnudo como habia ido. Pocas leguas le faltaban para llegar á su casa, y le llenaba de gozo la idea de que no tardaria en abrazar á sus queridos hijos; pero tenia que atravesar un bosque muy dilatado y espeso, y se extravió. Levantóse una nevasca espantosa y soplaba el viento con tanta furia, que por dos veces distintas le arrojó del caballo. Cerró la noche, y el pobre hombre creyó morir de frio ó ser pasto de los lobos, cuyos aullidos se oian resonar por todas partes.

De repente, dirigiendo la vista al extremo de una larga calle de árboles, descubrió una luz que parecia muy distante. Encaminóse hácia aquel punto, y vió que la luz salia de un palacio todo iluminado. Dió gracias á Dios