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Entonces sí que el pobre mayordomo no las tuvo todas consigo. La jóven reina habia cumplido veinte años, sin contar los ciento que habia estado durmiendo: su cutis, bien que nevado y finísimo, debia de estar ya algo duro. ¿Y cómo encontrar en el corral ninguna oveja á propósito para el caso? El mayordomo, para salvar su propia vida, decidióse á degollar a la jóven reina, y subió á su estancia muy resuelto a soltar la capa. Procuró enfurecerse y penetró puñal en mano en la habitacion de la reina; sin embargo, no queriendo cogerla de sorpresa, hízola saber con mucho respeto la órden que habia recibido de la reina madre.

—¡Qué remedio! contestó la jóven reina, presentándole la garganta. Obedece: yo iré á ver á mis pobres hijos, á las pobres telas de mi corazon. La infeliz reina los creia muertos desde que sin decirle una palabra se los habian robado.

—No, señora, nó, contestó el pobre mayordomo movido a compasion. No morirá V., y volverá V. a abrazar á sus hijos; pero ha de ser en mi casa, en donde los oculté, y por vida mía que he de engañar por tercera vez á la reina madre dándole á comer una cierva.

Al momento la acompañó á su habitacion, en donde dejando que abrazase á sus hijos y que ellos llorasen, guiso una cierva, que la reina madre saboreó con el mismo apetito y afan que si se hubiese comido á la jóven reina. La antropófaga de la reina suegra estaba muy satisfecha de su crueldad, y ya se disponía á decir al rey, cuando estuviese de vuelta, que los lobos carniceros habian devorado á su esposa y a sus dos hijos.