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siete niñas, despues de haberles quitado sus coronas de oro, que colocó en la cabeza de sus hermanos y en la suya, para que el ogra les tomase por sus hijas, y tomase á sus hijas por los niños que queria degollar.

No iba tan descaminado el travieso muchacho; porque el ogra se despertó a las doce, y ya le pesaba de haber diferido hasta el dia siguiente un negocio que podia haber despachado aquella misma noche. De un brinco saltó de la cama al suelo, y cogiendo su enorme cuchillo, dijo entre dientes:

—Vamos a ver cómo lo pasan esos bellacos; no lo dejemos por pereza.

Subió á tientas a la estancia de sus hijas, y se acercó á la cama en que descansaban los siete niños. Todos estaban dormidos, excepto Caga-chitas, que creyó morirse de canguelo al sentir la corpulenta manaza del ogra que le palpaba la cabeza, como lo habia hecho con todos sus hermanos.

El ogro, al tocar las coronas de oro, exclamó:

—¡Por vida del otro jueves! ¡Buen fregado hubiera hecho! Se conoce que anoche empiné el codo más de lo regular.

Al instante se dirigió á la cama de sus hijas, y como tocase los gorros de los muchachos, dijo reventando de satisfaccion:

—¡Bravo! Aquí estan mis lindas piezas. Manos á la y obra. Y al decir esto, sin encomendarse a Dios ni al diablo, cortó el pescuezo á sus siete hijas, y muy contento de esta hazaña, y muy orondo, volvió á acostarse con su mujer.