—Bien dices, contestó el ogra; dáles de cenar para que no se enmagrezcan y acuéstalos.
La buena mujer no cabia en sí de contento. Dióles de cenar, pero no pudieron catar un bocado, porque estaban muertos de miedo. En cuanto al ogra, menudeando sendos tragos de vino, saboreaba ya el placer de poder regalar tan delicadamente á sus amigos. Echóse al coleto una docena de sorbos más de lo acostumbrado, y como el vino se le subiese un poco á la cabeza, tuvo que acostarse.
El ogra tenia siete hijas, muy niñas todavía. Las ogrecitas ostentaban un rostro sonrosado y transparente, rebosando salud, puesto que, lo mismo que su padre, solo se alimentaban de carne fresca; pero sus ojos eran pardos, muy redondos y saltones, la nariz engarabitada, y la boca de espuerta, con unos dientes muy puntiagudos y separados unos de otros. No estaban muy adelantadas en perversidad, mas prometían muchísimo, porque ya sabian morder á los niños para chuparles la sangre. Su madre las habia acostado tempranito, y las siete dormian juntas en una cama grande, y todas llevaban en la cabeza una corona de oro.
En otra cama del mismo aposento, grande como la suya, colocó la mujer del ogra á los siete niños, y luego fué a acostarse con su marido. Caga-chitas, para quien no quedaron desapercibidas las coronas que orlaban las sienes de las hijas del ogra, receloso de que éste no se arrepintiese de haber aplazado el degüello, se levantó á cosa de medía noche, y cogiendo los gorros de sus hermanos y el suyo, se fué muy quedito á ponérselos á las