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habia de cascarle las liendres si no cerraba el pico. Y no porque el leñador no estuviese quizá más apesadumbrado que su mujer, pero le reventaba tanta parola y, como tantos otros, queria mucho á las mujeres que tienen razon, pero encontraba muy impertinentes y enfadosas a las que siempre hacen gala de haberla tenido. La leñadora, derramando copioso llanto, no cesaba de exclamar:

—¡Dios mio! ¿Dónde están mis hijos, mis pobres hijos?

Una vez levantó tanto la voz, que los chiquillos que estaban á la puerta la oyeron, y empezaron á gritar todos á una:

—¡Aquí estamos!¡Aquí estamos!

La madre fué corriendo á abrir la puerta, y estrechándolos entre sus brazos y colmándolos de besos les decia:

—¡Hijos de mi vida! ¡Qué placer es el mio al estrecharos entre mis brazos! ¿Estais cansados? ¿teneis hambre? ¿Y tú, Perico? ¡Uy, cómo te has puesto de barro! ¡Hasta los hocicos! Deja que te limpie.

A este Perico, el primogénito, lo queria mucho más que á los otros, porque era algo pelirojo, y algo peliroja era ella.

Agolpáronse los siete chiquillos al rededor de la mesa y empezaron á menear las mandíbulas con tal priesa, que se les estaba cayendo la baba al padre y á la madre, á quienes contaron el miedo que en el bosque habian pasado, charlando y gritando y manoteando todos á la vez.

Los buenos padres reventaban de gozo al verse nuevamente reunidos con sus hijos, y esta alegría duró