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ganarse un pedazo de pan. Y lo que sobre todo afligia á los infelices padres era ver que el menor de la prole estaba muy enclenque, y que nunca descosia los labios. Parecíales simpleza lo que no era sino indicio de su despejado entendimiento.

El muchacho era tan extremadamente chiquitin, que al nacer no levantaba siquiera una pulgada, y por este motivo le habia quedado el apodo de Caga-chitas.

Esta infeliz criatura era el borrico de la casa: sobre sus espaldas llovian todos los palos, y la culpa del asno se la echaban á la albarda. Sin embargo, el rapaz no dejaba de ser listo y avisado como ninguno de sus hermanos: cerraba mucho el pico, pero en cambio aguzaba mucho los oídos.

Vino un año de mala cosecha, y el hambre fué tan espantosa, que nuestros buenos leñadores se vieron obligados á deshacerse de sus hijos. Una noche, despues de acostados los niños, el leñador, estando de palique con su mujer al amor de la lumbre, con el corazon angustiado le dijo:

—Ya ves, querida mia, que es de todo punto imposible dar de comer á nuestros hijos. No tengo alma para verlos morirse de hambre ante mis propios ojos; así que he resuelto dejarlos abandonados en el bosque. Será cosa de un momento: cuando estén distraidos en hacer fogotes nos escaparémos sin que nos vean, y santas páscuas.

—¡Vírgen de las Angustias! exclamó la leñadora. ¿Y serías capaz de llevarlos tú mismo al bosque para dejarlos entre las breñas sin refugio ni amparo?

De nada servia que el marido alegase su extremada