nas, capones, pavos, pollos y aves de toda clase; pero todo estaba sin asar y los asadores muy quietitos, esperando quién les pusiese en marcha.
—Soy un bestia, exclamó Chilindrina, en ir mendigando el sustento, cuando con mi varilla puedo proporcionarme tanta bendicion de Dios; pero no ha nacido el hijo de mi madre galopin de cocina para estar dando vueltas á los asadores. Si todo esto estuviese cocido ¡anda con Dios! me lo comeria con mucho gusto.
Al momento los asados, rubios como un oro, dieron de sí un olor muy suave. Chilindrina se atraco de lo lindo. Salió luego á pasear, dirigiéndose hácia unos sembrados que estaban á dos pasos de distancia, y muy cerca de una bonita casa. Por el camino encontró á una pobre muy desharrapada que le pidió limosna, y compadeciéndose de su miserable aspecto, exclamó:
—¡Lo que es el mundo! ¡Cuántos séres desgraciados! Allá una casa de campo magnífica, donde todo ostenta riqueza, y acá esta pobre mujer pidiendo limosna á los mismos umbrales de la opulencia. ¿Porqué no ha tener esta infeliz lo que para sus gustos poseen de sobra los dueños de aquella casa?
—¡Vírgen santa! exclamó la pobre mujer. ¿Qué es lo que tengo en mis bolsillos, que pesan tanto?
La mendiga metió la mano en sus bolsillos, y empezó á sacar barras de oro y plata, que deslumbraban la vista.
—Guarda todo esto, le dijo Chilindrina: todo es tuyo. ¡Vive dichosa!
La mujer se retiró, y Chilindrina continuó su paseo en direccion á los sembrados.