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La Pulgarcilla

duras penas pudo arrastrarse hasta el corredor de la topinera, para escapar á la nieve que amenazaba sepultarla.

La Pulgarcilla temblaba de miedo al verla resucitar; pero se armó de valor y después de envolver aún más el cuerpo de la golondrina en el cobertor, se fué á coger una hoja de menta de un olor muy penetrante, recordando que á ella le iba muy bien cuando se sentía enferma, y la puso sobre la cabeza del pájaro.

Después se retiró á su casa de puntillas y callandito, sin decir nada la rata. A la noche siguiente cuando fué á ver á la enferma, la encontró llena de vida aunque muy débil; tenía los ojos abiertos y miraba á la Pulgarcilla con ternura. La niña estaba á su lado con un trozo de madera por linterna.

—«¡Qué de gracias he de darte, encantadora niña! le dijo. Te debo la vida, pues conozco que voy á recobrar mis fuerzas. ¡Oh! ya podré revolotear otra vez por el espacio!»

—«Todavía no, dijo la Pulgarcilla, pues por fuera está nevando. Quédate acá en la cama bien calentita, y tranquilízate, que yo tendré cuidado de ti.» Y le llevó algunas conservas de insectos y un poco de agua en el cáliz de una campanilla. La golondrina comió y bebió, y sintiéndose ya vigorizada, le contó que encontrándose debajo de una zarza, al ir á tomar vuelo se desgarró el ala, con lo cual se mutilizó para seguir á sus compañeras cuando partieron hacia las comarcas del Mediodía. El frío había sido más primerizo que de costumbre y la sorprendió, dejándola aletargada.

Durante todo el invierno la Pulgarcilla continuó cuidando á la golondrina con el cariño de una hermana, sin decir de ello una palabra á la rata ni al topo que con tanta dureza se habían expresado respecto al pobre pájaro.