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La Pulgarcilla

Venciendo el miedo que le causaba, el saltón con sus zumbidos, osó hablarle de sus inquietudes respecto de la pobre mariposa; pero el saltón no hizo el menor caso de sus quejas, y trasladándola á la copa más espesa, la regaló con el jugo de las flores más delicadas, le hizo toda suerte de enojosos cumplidos, pesados como su persona, y acabó por ponderar su gran belleza.

Por la noche acudieron á visitarla todos los saltones de los árboles vecinos, y uno de ellos después de examinarla con estúpida impertinencia, dijo:

—«¡Qué miseria! no tiene más que dos piernas.»

—«Y ninguna antena,» observó un segundo.

—«Es un sér humano en miniatura. ¡Qué horror!» dijeron á una todos los saltones jóvenes y hembras.

El saltón grande, sin embargo de que había viajado mucho y tenía el gusto mejor formado que sus compañeros, llegó á creer ante unánime juicio, que se había equivocado, y que realmente la Pulgarcilla era muy fea; pero por un resto de buenos sentimientos, la bajó del árbol y la dejó depositada sobre la corola de una margarita.

Apenas se encontró sola la Pulgarcilla rompió