—«¡Así es la vida! exclamaba el cardo. Mi hija mayor encontró colocación en el ojal de un caballero; mi último vástago acaba de encontrarla en un marco dorado. ¿Y á mí dónde me pondrán?
A poca distancia se encontraba el asno, atado como de costumbre, guiñando á la mata, objeto de todo su cariño.
—«Si quieres estar como una reina, lo que se llama ricamente, abrigada contra la intemperie, ven á mí estómago, tesoro mío. Ea, llégate hasta mí, ya que yo no puedo acercarme, á causa de ese maldito cabestro, que siempre se queda corto.»
Como es natural el cardo se abstuvo de responder á esos groseros preliminares; y cada vez más ensimismado, á fuerza de dar vueltas y más vueltas á sus pensamientos, llegó por las inmediaciones de Navidad al siguiente raciocinio que era en verdad muy superior á su baja condición.
—«No importa, exclamó, mientras mis hijos sean dichosos, yo, su madre, me resigno llena de contento á permanecer fuera del selo, sobre los terrones en que naci. »
—«Este desprendimiento os honra, le contestó el último rayo de sol, y yo os prométo que obtendréis la debida recompensa.»
—«¿Pondránme en una maceta ó en algún cuadro?» pregunto el cardo con interés.
—«No, os pondrán en un cuento,» dijo el rayo de sol en el momento de desaparecer en el espacio.