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Aventuras de un cardo

El asno, en cambio, algún tanto incrédulo de natural, no estaba tan seguro de lo que con tanto aplomo proclamaba el cardo. No obstante, á fin de prevenir cualquier eventualidad, hizo nuevos esfuerzos para pillar su querido cardo, antes de que lo llevaran á unos lugares inaccesibles. Pero en vano tiró del cabestro: era demasiado corto y no pudo romperlo.

A fuerza de fantasear sobre el glorioso cardo que figura en las armas de Escocia, se le antojó al nuestro que debía ser uno de sus antepasados, y que por consiguiente él descendía de esta ilustre familia, debiendo proceder por fuerza de algún retoño llegado de Escocia en tiempos remotos. Elevados eran estos pensamientos; pero las grandes ideas sientan muy bien en un cardo tan grande, que por sí solo formaba un verdadero matorral.

Su vecina, una ortiga, lo encontraba muy bien.

—«Con harta frecuencia, decía, una procede de elevada alcurnia sin saberlo: esto se ve todos los días. Toma, yo misma, estoy segura de que no soy una planta vulgar. No nace de mí la muselina más fina y sutil de que se visten las reinas?»

Pasó el verano y vino el otoño: cayeron las hojas los árboles: las flores tomaron matices más oscuros y perdieron su perfume. El jardinero recogiendo los tallos secos, iba cantando á voz en grito:

«Arriba, abajo... Arriba, abajo...
»tal es el curso de la vida.»

Los tiernos abetos del bosque empezaron á preocuparse por la fiesta de Navidad, por ese hermoso día en que se les adorna con cintas, dulces y pequeñas bujías, brillante destino al cual aspiran gustosos sabiendo de antemano que ha de costarles la existencia.

—«¡Cómo se entiende eso! exclamaba el cardo: es-