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Aventuras de un cardo

escocesa y suplicó al hijo del dueño de la casa que fuese á cogerla una.

—«Esta es la flor de mi país, decía, figura en el escudo de armas de Escocia, traedme una, os lo ruego.»

El joven se apresuró á complacerla, arrancando la más hermosa, no sin picarse fuertemente los dedos con las espinas. La joven dejándole con ello may halagado, si bien que la flor del cardo era extremadamente vulgar en el país.

Ahora bien, si el joven se pavoneaba con la flor en el ojal, ¿qué no haría el cardo? Este experimentaba una satisfacción tan intensa, un bienestar tan íntimo como cuando, tras un copioso rocío, los rayos del sol iban á calentarle.

—«De modo, se decía, que yo soy algo más de lo que muchos se figuran: siempre lo había sospechado. A decir verdad, me parece que deberían trasplantarme dentro del seto, y no tenerme aquí fuera. Pero, ya se sabe: en el mundo nadie ocupa su verdadero lugar. Vea sino á una de mis hijas que ha logrado atravesar el seto, y que ahora se pavonea colocada en el ojal de un gallardo caballero.»

Y fué contando este acontecimiento á todos los retoños de su fértil troncoly á todos los botones que coronaban las espinosas ramas.

Pocos días transcurrieron, y llegó á saber, no por boca de los transeuntes, ni por el gorjeo de los pájaros, sino por los mil ecos que cuando se deja una ventana abierta difunden por todas partes lo que se habla en el interior de las habitaciones, llegó á saber, decimos, que el joven condecorado con la flor de cardo por la hermosa escocesa, acababa de obtener el corazón y la mano de ésta.

—«Yo les he unido, yo he hecho este casamiento,» exclamó el cardo, y con mayor vehemencia que nunca relató el memorable suceso á todas las nuevas flores que cubrían sus espesas ramas.