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El niño en la tumba

Cayó el manto que la cubría y se halló en una vastísima sala de imponente aspecto, iluminada por los inciertos reflejos del crepúsculo. En breve se encontró estrechamente abrazada á su hijo, en la cual resplandecía una hermosura nueva, inexplicable y desconocida. Exhaló un grito de alegría que no tuvo eco en las bóvedas, bajo las cuales resonaba una deliciosa armonía celeste, que tan presto se oía allí mismo, como se alejaba. Nunca unos acordes semejantes habían halagado sus oídos, pues tenían la virtud de calmar todo dolor y eran tan misteriosos, que brotaban al parecer tras un inmenso y tupido velo tendido entre la sala y el infinito espacio.

—«¡Madre del alma mía!» decía el niño con la misma voz que cuando vivía, en tanto que ella lo devoraba con sus frenéticos besos, presa de una alegría desencadenada, sin límites.

El niño señalaba la cortina y decía: «Detrás de este velo, madre mía, es todo infinitamente más hermoso que en la tierra. Mira, mira, ¿no ves á mis divinos compañeritos? ¡Oh, qué felices somos!»

Miraba la madre y no vislumbraba más que tinieblas, pues aún veía con los ojos de este mundo.

—«Ahora, iré á volar por el espacio infinito, añadió, el niño: á volar en torno del Omnipotente, reunido con los demás angelitos. ¿Quieres que me vaya con ellos? Pero ¿por qué lloras? Déjame ir, que en breve vendrás á reunirte conmigo eternamente.»

—«¡Quédate! ¡Oh! ¡Quédate! exclamó la madre: sólo un momento, el tiempo de estrecharte otra vez contra mi pecho.>>

Y estrechándole contra su corazón, trémula y convulsa le dió un beso. Pero sobre la bóveda resonó su nombre, proferido por una voz quejumbrosa.

—«¿No oyes? dijo el niño: es papá que te llama.»

Pocos instantes después se oyeron nuevas voces entrecortadas por sollozos infantiles.