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El niño en la tumba

conducirlo al frío sepulcro, no podía convencerse de que hubiese muerto.

Durante la enfermedad, venía acariciando la confianza de que Dios no había de arrebatarle su mejor tesoro. De modo que cuando no le cupo incertidumbre alguna, es decir, cuando vió que había muerto su hijo adorado, exclamó con el alma transida de amargura:

—«Dios no debe saberlo, ¡oh no! Es imposible que lo sepa. Acá en la tierra habrá servidores suyos desnaturalizados que obrarán según su capricho, incapaces de comprender las súplicas de una madre.»

Y trastornada por el dolor, llegó á olvidarse de Dios, en tanto que asaltaban su espíritu los más sombríos y funestos pensamientos.

—«La muerte es eterna, pensaba; sepultado el hombre, se deshace en polvo, y todo acaba para siempre.»

Y no encontrando consuelo ni lenitivo á su infortunio, cada vez más desolada, acabó por entregarse á la desesperación más fiera.

No podía llorar, ni se acordaba absolutamente de las dos niñas, que sin cesar se acercaban á ella con solícito cariño. Su esposo sollozaba á su lado, y ella permanecía sin verle ni oirle. El recuerdo del niño muerto la tenía absorta de continuo y á todas horas pensaba en sus gracias y primores y creía oir su dulce acento, sus placenteras palabras infantiles.

El día del entierro, rendida por las anteriores vigilias y por el trastorno, poco antes de amanecer pado conciliar el sueño, propicia ocasión que aprovecharon para llevarse sigilosamente el féretro junto al cual descansaba y trasladarlo al aposento más retirado con el objeto de que no oyese los martillazos cuando lo cerrasen.

Al despertar, manifestó vehementes deseos de ver una vez más el cadáver de su hijo.—«El ataúd está ya cerrado, dijo el padre: era necesario.»