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Segundo Huarpe

le escrutó, le penetró, y después de una observación y disciplina a que fué sometido ingresó en el convento.

Inmenso fué el gozo del muchacho al verse con un vestido talar de un negro botella a fuerza de viejo, como que fué del prior, después de otro padre, y finalmente exhumado y achicado para dar carácter al venturoso José.

La vocación del neófito se trocó en el convento en una exaltación, en una llama. Todas las disciplinas de la vida conventual las abrazó el lego con musitado ardor. Fué por eso que su confesor llegó a ser una víctima. Nunca se sentía el hermano José bien confesado, teniendo el padre Bonifacio (el confesor de los novicios) que esconderse del lego, pues el hermano José andaba siempre detrás de su padre espiritual para reconciliarse de culpas ligeras u olvidadas.

Cuando ayudaba a misa siempre quedábale algún escrúpulo de conciencia: o tomó mal el misal, o tropezó al alcanzar las vinajeras, o rozó la casulla del sacerdote al pasar.

A los cuatro meses de vida claustral el padre José parecía un espectro; tales eran los castigos y ayunos que imponía al cuerpo en su afán de santidad.

En conocimiento el prior del grave trance sometió el caso al experto ojo del médico de la comunidad, quien, medroso también de pecar, sólo agravó la situación con algunas purgas y más ayunos.

Fué entonces que el padre Bonifacio, espíritu avisado y de excelente apetito, quiso poner coto a tan alarmante situación. "Tú no haces lo que Dios nos manda, dijo un día en el confesonario al macerado José. El nos manda vivir, y si no nos alimentamos no viviremos... Si comemos, amaremos mejor al Altísimo, ora-