dicar el calzado; que la "Pichona" no podía ser la causante del daño.
El dueño de los botines averiados cejó. Armóse de un palo y dió a la "Pichona" tales golpes, que a no haber acudido en defensa del animal otros internos la hubiera muerto.
Un sentimiento de pesar cundió por todo el colegio por hecho tan poco noble e injusto.
Pasaron dos o tres días, y una noche en que todos dormían se sintió en el salón un grito agudo. Encendiéronse las luces y fuése al sitio de donde había partido el grito. El alumno de los botines averiados se tomaba un pie con las dos manos; se veía sangre en las sábanas. El celador de turno examinó el pie y vió que tenía una herida desgarrada, como hecha con un garfio.
Todo el mundo pensó en la "Pichona".
En efecto, se fué en busca de ella y se la encontró en un rincón con las alas caídas, la cabeza tocando el suelo y el pico ensangrentado.
Se la arrojó en ese mismo instante del dormitorio, y al otro día dió orden el rector que se le echara al sitio donde pacían el guanaco y el avestruz.
Fué aquel pedazo de tierra yerma, triste, con arbustos esparcidos aquí, acullá, con montículos y zanjas, lo que cupo a la pobre "Pichona" como castigo de su venganza: allí debía terminar sus días.
No estuvo a la altura de la prueba. Comenzó a entristecer. No recibía puntapiés cariñosos, ni la arrastraban del pico, ni dábanla pasas... Debía comer trozos sangrientos, pestíferos, como las demás aves de rapiña.
El guanaco y el avestruz no podían ser, por otra parte, sus compañeros, sus amigos,... corriendo siem-